Comentario
Partiendo del dominio inicial del corazón de Anatolia, los turcos habían ido ocupando el último solar del Imperio romano, alcanzando, a los seiscientos setenta y cinco años del primer intento musulmán, la feliz posesión que un hadit apócrifo había anunciado: "Bienaventurado el soberano, glorias a las tropas musulmanas que se apoderarán de Constantinopla". Lo que los árabes no lograron fue alcanzado por los turcos, a los que calificamos de otomanos u osmanlíes para distinguirlos de sus antecesores. A partir de ese momento, y hasta la definitiva retirada del cerco de Viena, en 1683, su expansión fue imparable, ocupando sucesivamente Siria (1516), Egipto (1517), Argelia (1529), Mesopotamia (1534), La Meca (1538), Tripolitania, Túnez, Armenia, Georgia, Hungría, Bulgaria y casi toda la actual Yugoslavia, de manera que el Mediterráneo volvió a ser un mar del Islam, sólo oscurecido por el creciente poderío naval de la España imperial y sus aliados.
En este imperio se fue adoptando un concepto artístico que ha sido el último general y reconocible dentro del mundo islámico, de tal manera que, para el turista europeo actual, constituye lo más característico, desde Argelia a Bagdad, de lo que es capaz de identificar con la cultura de los herederos del Profeta. No deja de ser sarcástico que el gran público ve la quintaesencia de lo árabe en lo que sólo es turco, cuyos gobernantes, en sus mejores momentos de los siglos XVI y XVII convirtieron a los auténticos árabes en unos simples vasallos o comparsas, tan dueños de sus destinos como pudieron serlo los cristianos sometidos de unas aldeas balcánicas.
El arte que los turcos impusieron por doquier respondía a los ingredientes históricos que ellos, en su secular proceso de sedentarízación y aculturación, habían ido incorporando a su cultura neoislámica; así, sobre una base de origen silyuqí, sumaron aportaciones helenísticas, que ya era un concepto arqueológico, y sobre todo bizantinas, a veces con una transparencia casi patética. A esta base fueron agregando componentes europeos de estilo, hasta alcanzar el rococó turco que los peregrinos cristianos admiran, pongamos por ejemplo, en la edícula del Santo Sepulcro, de Jerusalén, que está datada en 1810.
Ante este panorama pudiera parecer que insinuamos una escasa creatividad del arte otomano, y tal sospecha pudiera ser certera en los principios del Imperio, pero en el corazón de éste, en Anatolia o en la Turquía europea y sobre todo en Constantinopla, bajo el nombre de Estambul, surgió una arquitectura de gran calidad constructiva, casi toda ella labrada en sillares de excelente factura y gran formato, dotada de una racionalidad compositiva muy depurada y también de una grandiosidad pareja con la de sus últimos modelos: la arquitectura de época de Justiniano.
En este panorama sobresale un creador notabilísimo, tanto por la calidad de sus proyectos y obras como por la variedad y número de sus modelos, el gran Snian que, con el andaluz Ahmad Baso, es una de las personalidades mejor conocidas de los arquitectos profesionales del Islam y ello a lo largo de un milenio completo de edilicia musulmana.
Unas páginas atrás describimos brevemente las etapas de la India musulmana hasta el siglo XVI La retomamos ahora tras el recuerdo de aquella batalla, la de Panipat, que marcó su historia hasta que, en 1858, disuelta la Compañía de las Indias Orientales, los ingleses convirtieran el subcontinente indopakistaní en el más extenso de sus dominios modernos, la "Joya de la Corona". Este largo periodo, perfectamente equiparable en tantas cosas con el Imperio otomano, es el llamado periodo Mogol que, a través de veintiocho sultanes sucesivos, contando dinastas legítimos, usurpadores y reposiciones, desarrolló una producción artística basada en los hallazgos formales del arte de los timuríes de Irán y Transoxiana del XIV
Tal vez el momento más original de todo este periodo es el que representa la época del reinado del Gran Mogol, Akbar (1556-1605), nieto del conquistador Babur y por tanto, descendiente directo de Gengis Jan y Tamerlán; este soberano fue impulsor de una nueva y herética secta, creada en 1582 y titulada Din-i-Ilahi (Fe Divina) que, sobre base islámica, rechazó los valores proféticos exclusivos de Mahoma y promovió la mayor gloria y poder del Gran Mogol, que fue un decidido protector de las artes.
El Islam, a través de sus bases en el Indostán, pronto comenzó a fines del XV a ser conocido en Java y en el resto del conjunto de islas que hoy llamamos Indonesia y no faltaron extensiones hacia Indochina y las Filipinas aunque éstos fueron episodios tardíos; a compás con esta insólita penetración pacífica, el Islam adoptó las formas artísticas locales que mejor le vinieron, según su tradición.
Algo parecido ocurrió en China, ya que a través de la Ruta de la Seda que dominaron los turcos y mongoles, los comerciantes y misioneros del Islam penetraron hasta el corazón del Imperio T'ang, y esto ocurrió en el siglo de los omeyas de Damasco. Los primeros contactos se hicieron a la manera tradicional del primer Islam, pues en el 751 se dio contra los chinos la batalla de Zalas y ya antes, en los baños de Qusayar Amra la más vieja de las residencias omeyas en la actual Jordania, se representó junto al vencido Rodrigo de Hispania otro soberano que se identifica con el chino y, aunque el dato entre más en el reino de la fantasía política que en el de la documentación histórica, no deja de ser interesante que Walid se considerase vencedor de un rey del que eran vasallos los asiáticos de Samarcanda y regiones orientales.
En un salto de dieciocho mil kilómetros y casi un milenio recordamos que el actual Marruecos se salvó de los turcos gracias a la proximidad de la poderosa España del siglo XVI y, sobre todo, por la carencia de puertos mediterráneos, amén del carácter mismo de los beréberes de sus montañas costeras, a quienes ningún extranjero ha conseguido tener bajo su yugo de una manera permanente; en 1472 comenzó el dominio de los sultanes wattasíes, descendientes de quienes ostentaron el visirato bajo los últimos mariníes, y cuya capital fue nuevamente Fez; poco después, a la caída de Granada y al hacerse importante la presión de portugueses y españoles en la costa, se produjo una etapa muy religiosa que favoreció al ascenso de los jerifes sadíes descendientes de Fátima y Alí, quienes subiendo desde la zona meridional tomaron Marrakus en 1525, y consiguieron el abandono de los wattasíes, algunos de los cuales no sólo se hicieron cristianos, sino incluso monjes. La etapa de los jerifes sadíes (1540-1624) se caracterizó por un renacimiento, en tierras de Marrakus, de las tradiciones mariníes, sobre las que se agregan formas tomadas de la cultura nasrí, llevadas por refugiados.
La etapa final del Extremo Occidente del Islam parte de la toma del poder por una nueva rama hasaní, es decir, otros supuestos descendientes del Profeta a través de Hasan, hijo del califa Alí; la capital de esta dinastía, que comenzó en 1659, estuvo localizada en principio en la ciudad de Meknes, y se denominan historiográficamente alawíes, o alauitas en la terminología actual; su mejor momento coincidió con el sultán Ismail (1672-1727) que construyó precisamente los palacios y puertas urbanas de la mencionada ciudad.